Llegó el momento de la despedida.
Tras largas miradas y un silencio envolvente, Ana empezó a inquietarse.
Y empezó a pensar:
– ¿Qué hago?, ¿Ahora qué hago?, ¿Qué va a pasar?, ¿Qué digo? No, mejor no decir nada pero, ¿cómo me comporto? ¿Le gusto? Porque él a mí sí que me gusta… ¿Qué hago?-
Volvieron a retomar la conversación y Ana sonreía empática, de forma automatizada porque no podía frenar aquellas ideas que revoloteaban en su cabeza como una bandada de pájaros asustados, sin saber qué rumbo seguir. A duras penas seguía el discurso de Miguel, estaba hipnotizada con sus ojos y le costaba controlar sus sentimientos.
– Podría besarle. Tal vez es una buena idea aunque, podría alarmarse; pensar que soy una cualquiera que va buscando algo fácil o una “loca de la cabeza” que en cuanto conoce a un chico ya se imagina cómo sería su futuro con él… Va, Ana, se sincera contigo misma, ya te has imaginado cómo sería tu futuro con él… ¡Pero sólo por entretenerme! Mira, no estoy segura.
¡Maldito amor romántico! ¡Maldigo el momento en el que se instaló esa idea en mi cabeza y maldigo la cantidad de años que llevo siendo su esclava! –
Pero es que no se ser de otro modo…
Miguel empezó a darse cuenta de que a Ana le pasaba algo. Ana, acostumbrada a salir de sus ensimismamientos de forma rápida exitosamente retomó las últimas frases que había escuchado para continuar la conversación.
Pasaron varios minutos conversando y Ana advirtió que, de nuevo, el silencio estaba al caer.
– ¿Para qué le voy a besar? No va a servir para nada. ¡Imagínate que no es lo que quiere! ¡Imagínate que no le gusto! Mejor dejarlo estar total, sólo es un beso. Puff, me siento como una quinceañera…-
Ana cortó el silencio y forzó un poco la despedida. Miguel, complaciente le dio las buenas noches y se marchó.
Y al entrar en casa y cerrar la puerta Ana se quedó pensando en la posibilidad de aquel beso. En la inutilidad de un beso pensado, perdido y jamás robado.