Recibió la noticia como un mazazo.
No era la primera vez que le ocurría; escuchaba y comprendía pero no asimilaba.
Tenía una especie de opción “piloto automático” que le permitía continuar con la conversación sin que se le quebrase la voz. Daba la falsa sensación de que estaba serena, de que no iba con ella, de que le afectaba más bien poco, de que, incluso, se alegraba… Pero realmente era ese tipo de calma que antecedía a la tempestad.
Lo peor era el momento de colgar. Lo peor era quedarse sola con sus pensamientos sin saber bien qué sentir. Cuando se hacía el silencio empezaba a computar información, empezaba a intentar cuadrar de nuevo y se veía sin fuerzas, exhausta.
– Estoy cansada, estoy muy cansada- pensaba. Pero luego se autoconvencía de que no era para tanto, que eran cosas que podían pasar, que tendría que dejar, en algún momento, de hacer castillos en las nubes y empezar a mirar bastante más al suelo.
Eso ocurría en muy contadas ocasiones.
Por lo general, al terminar de calcular esa ecuación inexacta de pensamientos y sentimientos acumulados, al ordenarlos y despejar las incógnitas, al hallar el resultado, rompía a llorar. Mientras intentaba controlar la situación, su cuerpo la traicionaba haciéndole temblar como una hoja de papel. Hacía aguas por todos lados. Se derrumbaba, sentía como si hubiesen quitado el suelo bajo sus pies y estuviese ejecutando un ejercicio de caída libre mientras veía cómo se iba aproximando a tierra firme y adelantaba el despampanante golpe que iba a recibir solamente equiparable al estado de su alma desvencijada.
El dolor empezaba con un nudo en la garganta. Era en ese momento cuando intentaba tranquilizarse y ser racional. Pero había algo más fuerte, siempre había algo más fuerte. Sus sentimientos, sus sueños, sus anhelos rotos pesaban más que su cordura. Y en ese instante enloquecía. No podía ver las cosas de otro modo. Todo era desdicha y todo era oscuridad. Los pensamientos negativos desfilaban por su mente como una comparsa sin fin.
– No llores. Cada una de tus lágrimas vale oro.- le habían dicho. – Lástima-, pensó ella, -si las hubiese guardado ahora sería millonaria.
Ella sabía que el peligro no residía en sus lágrimas. El peligro estaba en las ganas irrefrenables de autodestruirse. Se había visto reflejada en la protagonista del último libro que había leído al comprobar que ella también prefería el dolor físico al que reproducía su mente. Porque el dolor físico, en muchos casos, puede paliarse. Sin embargo muchas personas sufren sus sentimientos que se instalan como fantasmas en caserones abandonados y eso, eso no hay nada que lo palie.
Son letanías interminables de dudas y miedos que se suceden una y otra vez. Y cuando creías que ya se habían olvidado, basta con algo tan insignificante como una palabra, un perfume, una imagen, un sabor, un tacto o una canción para volver a caer en el eterno laberinto de la desesperación.
– Pero, ¡saldrás de esta!-. – ¡Cómo siempre!- Había respondido. -¡Qué remedio!- Pensaba; es luchar o dejarme morir.
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